¿Dónde quedaron los héroes?

Aquella minúscula criatura apenas llegaba a los cinco años. Tenía los ojos miel más vivaces e inocentes que hubiesen visto jamás. Era malcriado y llorón, le decían "el llorón".Un día se levantó temprano, se calzó los zapatos al revés, pensando que todo estaría en orden si aquella loca niñera no se daba cuenta. Se vistió con un short verde, franela marrón y pasó un peine húmedo por su rubio y ensortijado cabello.

Tomó un taburete en el baño de su abuela para mirarse en el espejo y sonrió mostrando aquella dentadura incompleta propia del ansiado cambio de los dientes de leche. Abrió el gabinete, tomó un lápiz negro y se dibujó un antifaz que surcaba su frente de extremo a extremo y bordeaba sus mejillas. "Listo", dijo para sí cuando vio su trabajo concluido. Él quería una máscara azul pero la abuela no tenía otro color, y ni modo.

Se bajó del banquito, tomó una sábana, la dobló torpemente y la metió en la mochila del colegio. Todo estaba casi listo. Casi.

Recordó que la noche anterior había logrado sacarle un par de monedas a su abuela de aquel original escondite que llevaba entre sus pechos, no se habría imaginado que eso que hacía con la inocencia más febril, le podría haber costado prisión de grande. No lo sabía, no le importaba. Tenía cinco años, la sonrisa a medio armar, el ímpetu infantil, los sueños completitos y su carácter. ¿Qué más podía pedir?...

Ah, una cabuyita, eso le hacía falta para completar el plan. Tomó su trompo y el de su hermanito —que todavía dormía— y le quitó los guarales. Con los dos juntos, tendría la extensión perfecta para lo que necesitaba.

La sábana, la mochilita, el papagayo de su primo, los cordones, las moneditas de la abuela, su mirada traviesa y el carácter autoritario y atrevido. Todo eso lo llevaba.
Salió de casa por la puerta principal y nadie se dio cuenta.

La calle estaba caliente. Como de costumbre en el pueblo hacía sol. De inmediato recordó que había dejado el agua en casa, pero no regresaría ni en broma. Siguió su camino.
Paró en el abasto, compró un refresco que simularía cualquier bebida con poderes sobre humanos. Ya sabía él que los súper héroes no vuelan por meras ganas de volar, siempre hay que ayudarlos con algo.

Llegó a la colina, el montoncito de tierra que había dejado la noche anterior estaba exactamente en el mismo lugar. Suerte que las vecinitas habían salido con su mamá y no podrían fastidiar.

Sacó la sábana del bolso, se la ató al cuello. Se amarró el papagayo torpemente a la espalda con los cordones del trompo. En cuestión de segundos era entonces todo un héroe. Estaba listo para la batalla.

En su cabeza luchó contra un gran monstruo que quería azotar al pueblo y cuando finalmente lo venció tuvo que rescatar a su familia de las garras de un científico loco. Toda una aventura en la que volaba de un lado al otro cumpliendo misiones, haciendo del mundo un mejor lugar.

Al otro lado de la calle, su abuela lo observaba. "Estará loco ese muchacho" —dijo mientras él, con el rostro enrojecido por el sol, corría en el terreno del vecino al tiempo que batía incansablemente sus brazos como para dar fuerzas al vuelo.

Cumplió 15.850 misiones en cuatro horas del día. Estaba satisfecho y agotado. Su abuela lo llamó a comer y encontró la ocasión para decirle a su compañero imaginario de batallas que volvería al caer la tarde. De camino a casa se encontró con su vecinita, aquella que le hacía morir de la pena cada vez que le sonreía. Con la testarudez propia de su edad le exigió que saliera de su camino y entró a casa.
Apenas la perdió de vista sonrió en secreto recordando lo bonito que le quedaba ese cintillo rosa.

En casa tuvo un festín digno de un súper héroe y cayó vencido por el sueño.

Recordó sus batallas y sintió en su mejilla el ansiado beso de la vecinita, su amor platónico. Otro día exitoso de misiones y el mundo se había salvado. Él seguía siendo el súper héroe y se había quedado con la chica.

Mañana será otro día...
...
Y qué del momento de nuestra niñez en el que nos sentimos súper héroes. ¿Lo recuerdan? Basta crecer un poco para entender que aquella sábana atada al cuello no nos ayudará a volar o que el refresco de nuestro sabor favorito no da súper poderes. Pero, ¿qué bonito es creerse la historia por un ratito no?

La diferencia entre aquellos salvadores del mundo y nosotros, los simples mortales, es que no se rinden. Cueste lo que cueste no se rinden y menos por miedo a fracasar.

Deberíamos nosotros aprender un poco la lección. No tenemos la capacidad de regenerar nuestros músculos cuando nos golpean o de formar grandes escudos contra los males del mundo. A los humanos los golpes nos duelen y bastante. Sentimos que si caemos no nos volveremos a levantar, pero el peor error será siempre acostumbrarse a estar en el suelo.
No, nos somos súper héroes, no somos intocables y menos invencibles, pero vale la pena creerlo con la misma inocencia que tenemos cuando somos niños.

Lo que más duele de los fracasos es el miedo a enfrentarlos, ¿pero acaso podemos escoger algo más?

No será la primera vez que Súperman no pueda volar.
Tampoco será la última vez que haga hasta lo imposible para alejar de su cuerpo la kriptonita.

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¿Cuántos cuentos se cuenta Carlota?

Probablemente son más los cuentos que vio en tv que los que alguna vez leyó en un libro, quizá fueron cinco, no más de diez. De lo que si está segura Carlota es que siempre le han encantado las historias de princesas, sobre todo por el cliché favorito del final feliz. Eso sí, cero castillos y esas cosas, ella siempre ha sabido que las casas tan grandes llevan mucho trabajo y para eso ella no tiene tiempo.
Carlota es madura, en serio, ha crecido con pocos golpes propios pero con infinitos ajenos. Y ha crecido bien, se ha hecho una mujer de bien. Por lo menos así dice siempre su mamá.
Tendrá que visitar, al menos, cuatro países en esa soñada "misión de paz", gracias a aquella vena de lucha por los ideales perdidos. Y hablará —pésimo, eso sí— sólo dos idiomas más.
Desde donde esté mantendrá una mechita de esperanza en el corazón para volver a aquí, a su espacio vital, el embrionario, el de las batallas siempre fracasadas, el de las políticas vencidas. Y es que ella, de verdad, nunca se quiso ir.
A Carlota, con todo y su apellido, con todo y su presencia, con todo y su timbre de voz, con todo y sus todos, la vida la ha llenado de pruebas. Algunas ganadas al  instante, otras luchadas cabeza a cabeza, varias pérdidas irremediablemente y pocas, muy pocas, caducadas según indica la fecha de expiración.
El último caso se ha repetido en aquellas en las que, en cualquier parte de la historia, llevan la palabra amor. Y es que Carlota es de las que aman para siempre. "Maldita la hora en la que lo soñé para siempre", se dice a veces. "Para siempre", repite, como si de esa palabra no se desprendiera la mentira más obvia.
Carlota será la mamá de los morochos, que se portarán fatal, eso también lo sabe. Pero con una mirada, una frase entre dientes y la paciencia inquebrantable, ellos entenderán que "a mamá no le gustan esas cosas". Pobrecito aquel par, soñarán con pasar vacaciones en casas de las tías para escapar de su mamá. Y ella dirá orgullosa "no me importa, mira que bien educaditos están".
Carlota tendrá ese bonito apartamento, impoluto, con el deslumbrante diván.
La historia del perrito la tiene en veremos, pero que lo considere ya es indicio de lo que podría pasar.
La asistente es un derecho adquirido en su oficio, y la posibilidad de decirle Brigitte ante el mutis absoluto de la diligente muchacha, sólo será privilegio de aquellas que se mantengan en su vida el tiempo suficiente como para recomendarle al cirujano que mejor pone el botox por aquello del "mira, ni se me nota", argumento suficiente con el que accederá.
Carlota estará impecable siempre pero odiará los tacones que sólo usa por convención y que serán sus mejores amigos cuando le dé por jugar a la seducción.
Se pasará la vida entre amores latentes y amantes furtivos, porque si algo ha aprendido es que hay una edad en la que uno, aunque sea por meras razones biológicas, si que no puede estar solo.
El amante le hará compañía, y sabrá de aquel lado equidistante de la reconocida damita. También le besará el costado callejero y le conocerá todas las manías pre y post coitales. Sabrá lo que no hace con las manos y lo que siempre prefiere hacer con la boca. Sabrá que en público le aterra y pero le encant, y convertirá en ciencia eso del aprovechamiento de sus lados incorrectos.
Ella se pasará la vida en eso... Teniendo, soñando, queriendo y, una y otra vez, contando(se) un cuento.
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Cuéntame qué cuenta Carlota, a quién, por qué y sobre todo,
si de verdad la están escuchando.
...
De antemano, muchas gracias.

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y olvido...

"Era un individuo de esos que callan por no hacer ruido, perdedor asiduo de tantas batallas que gana el olvido", de vez en cuando dice Joaquín...

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Así comienzan las reconciliaciones...

Cada noche duermes con el pecho y los ojos bien abiertos, esperando que la rabia absoluta o el amor más puro me permitan volver a tocarte. Desde el día que nos conocimos te enamoraste de mí y, tras un par de palabras, prometiste estar ahí. "Una palabra Anyi. Dame, al menos, una palabra", me dijiste con la entrega de quien decidió pasarse la vida dejando que recorriera su cuerpo con mis dedos.

Confieso que quiero hablarte, que paso buena parte de mis noches pensando en ti y, aun así, no he vuelto a acercarme. Y es que debo contarte algo, tú sabes que yo no miento, —no a ti. Quiero que sepas que te engañé, que pasé noches enteras con aquel al que le basta una pluma y le halaga un pincel.

Quiero confesarte que todas las palabras hechas para ti se las di a un papel, a ese odioso cuadernito de vulgar papel. Nunca intenté hacerte daño, mucho menos ser infiel. Espero puedas perdonarme, que me dejes volver… mi querido blog.

Así sello el regreso del teléfono amarillo...
De una voz, mi voz y la otra voz.

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