Nos hicieron pedazos
La última escala. Grupo 4, asiento E 19,
American Airlines 979. Destino: Caracas.
Avanzo por el pasillo atestado de
gente. “No space for more bags”, escucho. Dejo el bolso en el compartimiento del
puesto 11 y sigo caminando hasta la fila 19. Otra vez me toca en el medio y mis
compañeros de viaje ya están esperando.
En la letra D está un señor de bigotes y lentes oscuros, viste flux. En
la F está un niño, rubio y delgadito vestido con una camisa naranja a cuadros y
un jean. Yo me abro paso con una chaqueta en la mano, un sombrero veraniego en
la cabeza y la cartera que no pasaría ningún control de peso.
El niño está con los pies sobre
la butaca mirando a través de la ventana. Yo me siento, busco el cinturón y de
pronto me mira con sus ojos verdes. “¿Crees que será aburrido el vuelo?”, suelta
sin recelo. “Creo que sí, como siempre. Pero son tres horas nada más”, le respondo
con una sonrisa que él devuelve.
Viaja solo, se llama Alejandro y
tiene 10 años. Responde claro a todas mis preguntas. Le gusta conversar —pienso.
“¿Vacaciones?”, prosigo. Me dice que
sí sin dar detalles. “Ya vas a encontrarte con tus papás entonces”, insisto yo
tratando de hacerle pensar que el aburrido viaje vale la pena. Alejandro se
queda en silencio y vuelve a perder la mirada en la ventana. “Pero me vengo a vivir para acá.
Voy a Venezuela a buscar la visa… No, no, eso no. Los papeles que dicen que
puedo vivir aquí”, explica. “Estaba con mi tía, me gusta venir pero no sé cómo
va a ser ahora. Tú sabes, mis amigos, mi abuela”, prosigue.
“Qué bien”, le
digo.
Me vuelvo a quebrar por dentro.
***
Alejandro tiene casi la misma edad que mi sobrino mayor Gustavo.
Apenas comenzamos a conversar fue Tavo quien me vino a la cabeza porque
comparten un particular tono de voz y la espontaneidad que caracteriza a los de
su generación. Pienso luego que cuando Alejandro finalmente se mude tendrá más
oportunidades que yo de tropezarse en algún parque con Gustavo quien, desde mayo
pasado, dejó Maturín para mudarse con un cuarto de mi familia —Lila,
Javi y Gabo— a Florida, USA.
Alejandro regresa a casa para despedirse.
Yo, contra todo pronóstico, estoy haciendo lo propio para retomar mis proyectos y empezar
otros nuevos.
En el lugar que hasta el domingo
fue mi casa en Dublín, Irlanda, dejé a otro cuarto de mi familia. Entre un
montón de lágrimas le di un indefinido “hasta pronto” a mi hermana Andreina y a
mi miga Karla. Me despedí emocionalmente deshecha. Días antes había abrazado sin fecha de retorno
a Gio y a los amigos que hice por allá. La vida en unos meses se me fragmentó
en un montón de piezas geográficamente distantes. Esto empezó hace un par de
años cuando dije adiós a mis dos “asere” y cuando todo me parecía un tema “temporal”.
No comprendí hasta ahora que estoy literalmente hecha pedazos.
Estoy en el avión otra vez con
ganas de llorar. Sigo muy cansada y adolorida en brazos y espalda. El vuelo que
debía completar en menos de 20 horas, ya casi alcanza las 48. Una escala
imprevista en Miami me hizo pasar la noche en el aeropuerto de Nueva York. “Pero
conociste, al menos”, me dirán. Y sí, salí ocho horas, pero la verdad habría
querido que la razón por la cual visité la ciudad hubiese sido una distinta a
que la aerolínea ya no vuela desde ese destino a Caracas por “ciertos problemas
con el Gobierno venezolano”. Esas cosas que
ahora te pasan porque eres venezolano.
Estos han sido meses convulsos.
De experiencias y aprendizajes pero también de despedirme muchas veces, de ver
también que la gente como yo —venezolanos profesionales, con ganas de echar
para adelante— está haciendo cualquier cosa por no volver al país. Desde hace
un rato que leo sobre migración y fuga de talentos, trabajos con cifras e historias
ajenas pero el fenómeno se me convirtió en historias propias. Son cuentos que
ya no les echo a mis amigas, construir una rutina que ayude a ganarle a la
diferencia de horarios, tratar de mantener las cosas al día por Whatsapp, almuerzos
que ya no son, un té frío que no volvimos a bebernos, un abrazo menos de
Navidad, lágrimas adicionales en Año Nuevo, un compañero menos en la oficina,
vínculos que tratan de sobrevivir en la distancia… La diáspora tiene nombres,
rostros, piel.
***
Una aeromoza se acerca a
Alejandro. “Come with me,
please. Take your bag”, le pide. Él sigue observando por la ventana. “Yo
creo que te están cambiando de puesto”, le digo. Hace una mueca con la boca
pero sin rechistar agarra su bolsito y pide paso. “Mucho gusto”, se despide
regalándome una sonrisa. Alejandro avanza directo a un puesto libre en primera
clase. Yo, en cambio, aprovecho para acomodarme en el espacio que dejó. Definitivamente tiene derecho a crecer en un lugar distinto —me digo.
Pasé todo el vuelo sin dormir,
escribiendo en un papel reciclado después de un montón de tiempo. Tengo nervios y dolor de barriga.
Dejé de llorar sabiendo que, al aterrizar, en el otro lado de la terminal me
reencontraré con el trozo de vida que dejé a principios de año. Habrá alegría aunque
me quede el amargo sabor de saberme un fragmento.
Soy un pedacito del
rompecabezas venezolano que se está quedando por el mundo.
“Home is where your heart is”.
Tenemos un hogar
diseminado.
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